Esta columna fue publicada originalmente por la Revista Endémico con fecha 13 de agosto 2020
Conservación de biodiversidad: Una oportunidad para construir democracia real.
La creación de una nueva Constitución es una pieza fundamental para la construcción de democracia, sin embargo no es la única herramienta. El ejercicio de erigir un sistema sociopolítico que nos permita avanzar hacia una sociedad más justa y amable con todos, precisa del despliegue equitativo de la visión de dicha carta magna en los territorios. Es decir, que se enfoque y se materialice en cada grupo humano que forma parte del territorio de referencia constitucional. Cada porción de nuestro país, sin embargo, está habitada por una gigantesca variedad de especies que conforman ecosistemas integrados, incluyendo ciertamente al Homo sapiens. Nuestra nueva carta magna debe reconocer la relación básica, indisoluble y vital que existe entre humanos y naturaleza, pues esta relación es la piedra angular de cualquier sistema socio-ecológico como el nuestro.
Tal como ha ocurrido con la democracia en Chile -la que se ha visto mermada y mutilada a lo largo de su historia por diversos factores y actores, bien conocidos por muchos y desconocidos por otros- de igual modo la naturaleza nacional ha ido siendo degradada y violentada a lo largo de nuestra historia “soberana”.
La pérdida de biodiversidad es el mayor problema global que enfrenta el mundo, junto a otros más reconocidos como el cambio climático. De hecho, gran parte del problema climático se debe a la destrucción de ecosistemas, y la consiguiente merma en la capacidad de la naturaleza para mantener los balances de carbono de nuestra atmósfera. La evidente magnitud de este problema es poco reconocida, a pesar que lo enfrentamos tanto a escala global como local. A modo de ejemplo recordemos que el 75% de la superficie terrestre ya ha sido alterada, y en nuestro país casi el 50% de nuestros ecosistemas ha sido degradado. La zona central de Chile, contenedora de los globalmente valiosos ecosistemas mediterráneos, corresponde a uno de los dos ecosistemas más amenazados de América del Sur. Esta degradación no afecta sólo a ecosistemas terrestres, puesto que el 66% del océano mundial acusa asimismo graves impactos a su masa. En el caso de Chile, la degradación de nuestro mar se refleja en sus más de 60% de pesquerías sobreexplotadas o agotadas. Así como el embate permanente que sufren nuestras costas a causa de contaminación minera, agrícola o acuícola. A pesar de su rol esencial para la sobrevivencia humana, el 85% de los humedales del planeta ha desaparecido. Tal deterioro ha tenido y tiene impacto directo o indirecto en cientos de miles de comunidades que padecen escasez hídrica en el mundo, incluyendo por cierto a casi un 40% de las comunas nacionales.
La secuela de esta agresiva erosión a la biodiversidad a nivel global ha significado la desaparición total o parcial de alrededor de un quinto de las especies nativas. Esto repercute directa y /o indirectamente en el andamiaje vivo de los procesos ecológicos de las que eran parte. Impacta por tanto en los numerosos y vitales servicios que permiten el bienestar e incluso la sobrevivencia de las comunidades humanas. Un ejemplo palmario de esta secuela es la pandemia global que estamos ahora sufriendo. Ella deriva de la destrucción de naturaleza y del confinamiento y uso de especies silvestres, lo que facilitó el contagio de un virus nativo de murciélagos, a nosotros los humanos.
Este fenómeno global se repite en numerosas localidades, donde como consecuencia de la destrucción de bosques, contaminación de agua, aire, aumenta la prevalencia de contagios con numerosas otras zoonosis como malaria, dengue, zyka, ébola, hanta, y muchas otras. Además, la salud humana se ve afectada por otro montón de patologías no contagiosas, como enfermedades cardiovasculares, respiratorias, cáncer y otras. Es sabido que ellas derivan de la degradación medioambiental de poblaciones por incompetente manejo industrial en las llamadas zonas de sacrificio; en áreas de intensivo desarrollo agrícola con consecuente mal uso y abuso de pesticidas y/o fertilizantes; también hay ciudades que han sido despojadas de toda cubierta vegetal nativa, con el ulterior impacto directo en el aumento de contaminantes atmosféricos.
La pérdida de biodiversidad disminuye igualmente la capacidad de reacción y resiliencia ante desastres como terremotos, inundaciones, remoción en masa de materiales, aluviones, entre otros. Esto es relevante, pues los efectos del cambio climático traen consigo un aumento de fenómenos de concentración de pulsos de lluvia, lo que aumenta la probabilidad de eventos como aluviones. Frente a todo esto es preciso mantener y promover una vegetación pertinente necesaria para amortiguar los embates de un mundo cada vez más caliente.
La evidencia más fuerte del valor de la naturaleza, y al mismo tiempo del impacto de su degradación se observa en el ámbito de la economía. Especialmente en países como Chile que dependen directamente de sus RRNN (recursos naturales), que son uno de los servicios más importantes que entrega la biodiversidad a las sociedades humanas. Es útil recordar que la biodiversidad aporta al PIB global entre el doble y el triple del PIB oficial entregado por el FMI y otros organismos. Para Latinoamérica el aporte al PIB de la biodiversidad es al menos equivalente al PIB de toda la región. Estimaciones iniciales para Chile muestran que solo la biodiversidad contenida en nuestras áreas protegidas terrestres –que cubren casi un quinto de nuestra superficie- aporta al PIB de Chile más que aquellos sectores tradicionalmente considerados pilares de nuestra economía como el agrícola o el pesquero. Con estas cifras en mente, no debemos extrañarnos cuando economías o comunidades colapsen cuando se ven enfrentadas a la degradación de su naturaleza. En la práctica, es la naturaleza la que subsidia una parte abrumadora de las industrias y las economías mundiales, cuestión que recién está comenzando a reconocerse. Y la pandemia actual confirma lo que viene diciendo el mundo de la conservación desde hace rato: que sale mucho más rentable invertir de manera precautoria en conservación, que asumir los costos de reparar o reconstruir ecosistemas y economías degradadas.
La pandemia global que sufrimos deriva de la destrucción de naturaleza, del confinamiento y uso de especies silvestres, lo que facilitó el contagio de un virus nativo de murciélagos hacia nosotros, los humanos.
Como es fácil imaginar, las causas de dicha degradación están todas conectadas entre sí. Es esto lo que hace urgente que el proceso de (re)construcción de nuestra democracia vaya a la par con la restauración de su base natural más profunda. A partir del simple hecho de reconocer la intrínseca esencia relacional de nuestra sociedad con nuestra naturaleza, el proceso de restauración de natura ha de servir como motor elemental en la construcción de democracia.
El conjunto de amenazas que afecta y erosiona la biodiversidad del mundo está conformado por cuatro factores, que se conocen como los “jinetes del Apocalipsis”, “enemigos” bien conocidos en el mundo de la conservación de la biodiversidad.
El primero es la pérdida o destrucción de hábitat, como producto fundamentalmente de la descontrolada expansión agrícola y ganadera; la destrucción de bosques; degradación de suelos; agresivas urbanizaciones de zonas naturales, sólo por nombrar algunas de sus expresiones más importantes.
El segundo: las especies invasoras, que son un puñado de especies que fueron transportadas por accidente o intencionalmente fuera de sus hábitats naturales, y se desarrollaron de manera descontrolada, destruyendo la biodiversidad de las zonas invadidas. En el caso de Chile esta amenaza ha sido particularmente relevante: especies como conejos, cabras, jabalíes, zarzamora, espinillo, visón, castor, didymo, trucha arco iris, abeja chaqueta amarilla, numerosas malezas, suman a las casi mil especies invasoras reconocidas al día de hoy en nuestro país. Ellas degradan lenta e implacablemente los ecosistemas naturales chilenos, con impacto directo en los servicios que ofrecen a la comunidad nacional, e impactos económicos que ascienden a varias decenas de millones de dólares anuales.
Los cursos de agua del Parque Karukinka sustentas bosques, praderas y humedales de turbera, como así la biodiversidad que forma parte de estos ecosistemas, aportando servicios de regulación y provisión que son claves para el bienestar humano y no-humano. Crédito: WCS.
El tercer jinete es la contaminación. Ella afecta ecosistemas terrestres, marinos e incluso el aire. Chile ofrece demasiados ejemplos de contaminación extrema. Muchos de ellos asociados una mala actividad minera, derrame de hidrocarburos en puertos, emisión de gases y material particulado en ciudades y zonas industriales. Aparecen aquí la contaminación de cursos de agua por efecto del mal (o ausente) diseño y fiscalización de uso de fertilizantes y pesticidas; malos tratamientos de desechos urbanos, entre otros. Ejemplos emblemáticos de esto han sido la contaminación del Humedal del Río Cruces en Valdivia, la destrucción de la bahía de Chañaral, o la contaminación de lagos del sur de Chile como el Villarrica o el Llanquihue.
El último y más reciente miembro de este cuarteto apocalíptico es el cambio climático. A pesar de su origen y carácter global, se manifiesta con particular fuerza a nivel local en Chile, dado que nuestro país es alarmantemente vulnerable a los efectos de este factor, por ser un país costero, montañoso, con extensas zonas áridas, entre otras.
La naturaleza ha subsidiado una parte abrumadora de las industrias y las economías mundiales, cuestión que recién está comenzando a reconocerse en nuestro país.
Estos “enemigos” no se abaten a balazos, sino que se combaten a través de la práctica de la conservación de la biodiversidad. Disciplina que nace de las ciencias ecológicas como una respuesta al problema global de degradación ambiental. A diferencia de otras ciencias, su mandato es claro: detener y revertir los patrones de pérdida de biodiversidad. Una clara misión establecida desde el nacimiento de esta ciencia hace poco más de cuatro décadas.
Esta práctica científica precisa de un prolijo trabajo territorial y la integración orgánica de múltiples actores –humanos y no humanos-. Es un trabajo obligadamente inclusivo cuya meta es la transformación de las realidades (¡no la acumulación de informes burocráticos!) siguiendo lineamientos básicos de las ciencias como evaluaciones comprehensivas e integradas, diseño de intervenciones basadas en evidencias, las que constituyen en sí mismas hipótesis a ser contrastadas con evidencias objetivas, independientes, que permitan retroalimentar los procesos de evaluación para el establecimiento de ciclos adaptativos y mejoramiento continuo.
Preservar el bonimio naturaleza-humano debe ser un mandato fundamental para la creación de la Nueva Constitución. Crédito: WCS.
Esta es una disciplina que por definición es territorial, pues el binomio indisoluble naturaleza-personas es propio de cada territorio, cuya ejecución precisa de resultados en la realidad de cada uno de ellos. Por lo mismo la conservación no es sólo una necesidad, sino una vacuna contra populismos y proselitismos de todo tipo, ya que la vociferación de promesas administrativas, económicas, electorales o de cualquier otro tipo, contrasta con el resultado (o no) de soluciones efectivas, en territorios y ecosistemas reales, con personas y de carne y hueso. Y estas soluciones se ven (o no) a simple vista: ¿se limpió la bahía contaminada? ¿Se recuperó la población sobreexplotada de locos? ¿Se recuperó el suelo degradado? ¿Regresaron los bosques y matorrales de Chile central? ¿Están claras y limpias las aguas del humedal?
No es el propósito de estas líneas esbozar un tratado científico técnico, sino destacar simplemente que la buena conservación, así como la buena democracia, precisan de la integración orgánica de un trabajo territorial, de sus ecosistemas y sus gentes, con los mandatos que derivan de los cuerpos legales rectores de dichas prácticas. Muchos de los cuales todavía están por construir. Uno de estos cuerpos rectores es nuestra Constitución, la cual debe ser reformulada considerando el hecho –todavía poco reconocido- que humanos y naturaleza somos una misma cosa. Y que el cuidado de uno, precisa de la atención equivalente del otro.
La pérdida o destrucción de hábitat, las especies invasoras, la contaminación y el cambio climático son los cuatro “Jinetes del Apocalipsis” que amenazan y erosionan la biodiversidad del mundo.
Las ciencias de la conservación mandatan el diseño y cuidadoso despliegue de procesos, lo que entre otros principios requiere la inclusión de todos los actores relevantes, posicionado cada cual en su diversidad y sus territorios. Cooperación y buena gobernanza administrativa son elementos clave en dichos procesos y territorios; así como el acceso transparente y permanente a información relevante; el monitoreo inclusivo constante de todas las etapas del proceso de conservación, y por sobre todo de la equidad inter-pares[22]. Tal como ocurre en la naturaleza, es en esta aproximación equitativa donde se revela el valor de cada actor para el funcionamiento integrado y armónico del eco-sistema. Tales principios son básicos para una efectiva conservación y protección de biodiversidad, y son, por cierto, inmanentes a una buena democracia.
Entonces, cuando hablo de la degradación de natura y su biodiversidad, y de su relación con una nueva Constitución, debo insistir que, en el espíritu y letra de ésta, ella debe tener claro el mandato de preservar el binomio naturaleza-humanos. Esta preservación no es más que una atención efectiva a la conservación. Y por lo mismo, es la conditio sine qua non para desarrollar y desplegar la democracia, que solo puede realizarse en aquella realidad concreta llamada vida.
Es la biodiversidad -no los recursos naturales- la verdadera mandataria que nos obliga a pensar en una escala más grande que la del estrecho interés individual. Los límites físicos y legales, alambres de púas, o disposiciones legales, son inútiles para proteger la naturaleza contenida en una propiedad privada de las amenazas crónicas a la que está expuesta hoy día la biodiversidad. Estos límites no la ponen a salvo de incendios, contaminación, cambio climático, especies invasoras, marea roja, gripe aviar, coronavirus, por nombrar algunos factores de riesgo. Para ello precisamos trabajar y articular la protección de la totalidad del entorno, lo que justifica desde su base ecológica la cooperación pública y privada, así como la colaboración a otras escalas.
Fijar en una constitución esta reciprocidad consciente de derechos y deberes en el cuidado de los bienes comunes e individuales de la biodiversidad y su conservación, sería de veras un hito innovador en nuestra nueva –en realidad en cualquiera- Constitución. Se trata entonces, de un decisivo cambio de paradigma. Es lo que precisamos para enfrentar y lograr el tránsito de Chile al próximo siglo.
Esta es la oportunidad que nos ofrece la redacción de una nueva Constitución. La de ser no solo una magna ley política fundamental para el funcionamiento veramente democrático de un estado, sino ser además una constitución eco-lógica, que tenga en su núcleo rector la relación humano-naturaleza y que explicite el deber que una sociedad se autoimpone para proteger este binomio. En cada palmo de su territorio. Sólo así es dable imaginar y construir un futuro mejor.