Esta columna fue publicada originalmente por la Revista Endémico con fecha 05 de agosto 2020.
La Naturaleza como base, motor y garante del Bien Común
Nunca antes la humanidad contó con una acumulación de conocimiento como el actual. Este resulta de la suma de milenios de sabiduría tradicional con los miles de millones de bytes de creciente conocimiento científico global. Al mismo tiempo, nunca antes esta misma humanidad se ha visto enfrentada a tal nivel de degradación de su entorno como la actual, cuyas expresiones más significativas y urgentes –no las únicas- son la pérdida de biodiversidad y el cambio climático. Ambas tienen un impacto directo en el diario vivir y bienestar de las sociedades en cada rincón del globo. Esto incluye ciertamente a nuestro país.
A pesar de ello, decisiones sustanciales como la redacción de una nueva constitución parecen que tuvieran lugar en planetas imaginarios, desnudos de todo tipo de saber, sea éste común o científico. Tales decisiones parecieran ser tomadas desde la estratósfera, ciegas al entendimiento minucioso de las complejidades que derivan de aquella degradación ambiental, y a los problemas derivados de ellas a la que se ven enfrentadas las personas de carne y hueso, día tras día, en sus agotados territorios.
Incorporar el mundo natural a la discusión política nacional es un asunto urgente para garantizar el bien común de todas las personas.
Algunos ciudadanos, en particular no pocos de la esfera política y otros tantos al interior de la propia comunidad científica, tienen dificultades para aprehender y entender las relaciones existentes entre una constitución y ese saber acumulativo. ¿Abre la discusión en torno a ese nuevo documento magno que la sociedad reclama para regular su orden y funcionamiento social y jurídico -más acorde con los tiempos y el futuro- la oportunidad de incorporar el conocimiento acumulado del mundo natural en que vivimos? ¿Puede este proceso constitucional conectarse con el sentido común, que nace de la experiencia del vivir diario de millones de personas a lo largo de nuestro país?
Las primeras líneas de la constitución de 1980 indican que “La familia es el núcleo fundamental de la sociedad”. Tal frase es sólo la expresión de un anhelo o propósito sin sustento en la realidad biológica de nuestro planeta. Pues las sociedades –así, en plural- son parte indisoluble del binomio inseparable que conforman los humanos y la naturaleza.
La biodiversidad, otra definición de esa naturaleza, es la única base material que permite y sobre la que se sostiene la vida humana y, por ende, cada una de sus manifestaciones, sea ella social, cultural, y por supuesto económica. Esto incluye ciertamente aquellas formaciones grupales que llamamos familias, las que tal como cualquier otro componente de la naturaleza son una respuesta a largas, complejas y variadas condiciones en las que se ha ido desarrollando y adecuando la vida humana en un proceso continuo.
Así pues, los humanos son sólo un componente/eslabón del sistema ecológico-evolutivo de nuestro planeta Tierra. Al decir humanos, hablamos de una especie más entre los 10 a 30 millones de otras especies que están presentes en cada bioma o ecosistema existente en todos los rincones del globo: en sus mares, lagos, ríos, riachuelos, océanos, estepas, bosques, humedales, fosas oceánicas, cumbres altoandinas, salares, y muchos otros. Cada uno de ellos son ecosistemas más o menos diversos, altamente complejos, idiosincráticos, compuestos por especies que son el producto de historias evolutivas muy antiguas, únicas e irrepetibles.
El ser humano apenas está familiarizado con un puñado de especies animales y vegetales. La mayoría de especies que componen el entramado de la vida y que sostienen a las poblaciones humanas, permanece invisible a nuestra sociedad.
En dichas tramas ecológicas se anidan –muy recientemente desde una perspectiva evolutiva- los grupos humanos y sus sociedades. Como buenos ingenieros ecosistémicos, nuestra especie ha sido capaz de modificar estos espacios naturales, creando nuevos hábitats para sí misma: ciudades, cultivos, plantaciones, estepas ganaderas, parcelas de agrado, entre muchas otras. Cada uno de ellos depende sin embargo de la naturaleza, y a la vez alberga parte importante de ella. Son entonces, espacios compartidos por una diversidad de especies en las que, en su conjunto, tal como sucede en los espacios naturales, se realizan los procesos ecológicos que permiten y alimentan la existencia humana y su bienestar.
La biodiversidad presenta dos características relevantes que son propias a toda la naturaleza: diversidad y complejidad. Estamos familiarizados con un pequeño puñado de estas especies: unos pocos mamíferos, algunas aves, insectos, otras tantas plantas. Excepcionalmente conocemos algunos microorganismos, quizá porque nos enfermamos alguna vez por su causa. Pero la abismante mayoría de las especies que componen el entramado de la vida, y que sostienen las poblaciones humanas, permanece invisible al ojo de nuestras sociedades. Estas especies sin embargo, conforman un andamiaje ecológico que permite sostener los procesos fundamentales para la existencia humana, y que otorgan bienestar a través de la producción primaria y secundaria de bienes.
Como en las sociedades humanas, la presencia de la naturaleza no es homogénea, sino que se despliega y actúa en diversas formas, colores, estructuras, a lo largo, alto y profundo del mundo.
De allí nacen nuestros alimentos, por ejemplo, obtenidos de ecosistemas terrestres, marinos y acuáticos. De estas especies depende la producción de oxígeno, generación y mantención de suelo, producción y purificación de agua; el ciclaje de nutrientes, entre muchos otros. La naturaleza ofrece, además, bienes que satisfacen otras necesidades de las sociedades, como materias primas o medicinas. En tiempos de cambio global, es esta misma biodiversidad la que favorece el control de inundaciones o aluviones, además de la amortiguación de olas de calor en ciudades como Santiago, por ejemplo. Cada uno de estos procesos ocurre gracias a la presencia de natura, la que, tal como ocurre con las sociedades humanas, no es homogénea, sino que se despliega y actúa en diversas formas, colores, estructuras, a lo largo, alto y profundo del mundo, incluyendo nuestro país.
El segundo atributo innato de la naturaleza es su complejidad[3]. Los ecosistemas son sistemas vivos que están interconectados de muchas formas. Interconexión que se observa en ese nivel atómico que permite la creación e integración de moléculas que son básicas para la vida como el ADN o la glucosa; o en el nivel fisiológico que permite la integración y funcionamiento de los órganos que conforman un cuerpo en entornos específicos. Son conexiones ecológicas las que permiten el establecimiento de mallas tróficas o el movimiento de nutrientes de un nivel a otro, y ciertamente la transformación evolutiva y adaptativa de la vida. Los sistemas naturales funcionan de manera integrada, dinámica, y las interconexiones ecológicas que permiten su existencia operan a diferentes escalas, lo que hace aún más complejas sus dinámicas.
Cualquier texto constitucional que pretenda normar el ordenamiento social y jurídico de Chile debe incluir la premisa por la que se reconozca la relación básica, indisoluble y vital que existe entre humanos y naturaleza. Crédito Cristian Barrientos.
Los organismos vivos, incluyendo los humanos, establecen relaciones que muchas veces no son evidentes, y al mismo tiempo son siempre cambiantes. Las propiedades constitutivas de la biodiversidad hacen que el resultado de su operar sea mucho más complejo que la suma de sus partes. Es importante enfatizar esto, porque un abordaje reduccionista del tema, ciego a esta complejidad y a su ubérrima variabilidad, siempre conlleva el riesgo de aproximaciones infructuosas, que no ayudan a entender y entendernos en el mundo, ni menos a mejorarlo y mejorarnos. Al contrario.
Sin biodiversidad no existirían las sociedades al interior de la especie humana, y por lo mismo no habría posibilidad alguna para la existencia de las familias humanas. Por tanto, en el diseño de una nueva Constitución es importante tener presente que “la familia”, por sí y ante sí, no puede arrogarse el rol principal, ni mucho menos absoluto, como la que se plantea en el texto de la cuestionada constitución del 80. Por supuesto tampoco a la naturaleza en aislado puede serle atribuido tal rol. Es obvio que su particular valoración en este contexto sólo es posible porque los humanos estamos en condiciones de mensurar y asignarle tales valores.
Es sobre la base a estos hechos, que el núcleo de cualquier texto constitucional que pretenda normar el ordenamiento social y jurídico del tránsito de una nación joven como Chile a un hipotético mejor futuro, debe necesariamente incluir la premisa por la que se reconozca la relación básica, indisoluble y vital que existe entre humanos y naturaleza. Aunque suene como una verdad de Perogrullo, esta relación es efectivamente la piedra angular de cualquier sistema socio-ecológico como el nuestro. Al reconocer esta relación, no hacemos más que estampar en el documento constituyente un hecho tan elemental como indiscutible: humanos y naturaleza somos una misma cosa.
Sin biodiversidad no hay vida en la Tierra y –permítase esta simpleza- sin ella tampoco es posible la vida en Chile, ni en Santiago, ni en La Moneda ni en el Congreso Nacional, ni en la última comuna patagónica.
La incorporación al epicentro de una Constitución del carácter relacional de la biodiversidad con lo humano, no sólo es un acto de reconocimiento del saber actual, sino él es también y por sobre todo uno de valentía y coraje. Ello, por cuanto desafía gran parte del status quo que, por decisiones nacidas de la ignorancia o la avidez del poder político respectivo, y también por una inercia volitiva generalizada, ha determinado el accionar de la humanidad durante varios milenos. El mismo coraje debió haber tenido en su oportunidad Nicolás Copérnico, cuando redactaba no una carta magna, sino su teoría en la que planteaba que la Tierra no era el centro del universo. Pues no lo era. Así como tampoco lo somos los humanos. Ni mucho menos los humanos que pretenden existir de espaldas a natura.
De este modo y al mismo tiempo, reconocer en el papel constitucional de manera taxativa la complejidad propia de los sistemas vivos, entre los que se incluyen las sociedades humanas -también la chilena-, significaría un salto cualitativo sin parangón de la racionalidad política. Se abrirían con ello espacios insospechados para la construcción de una sociedad diversa, consciente de su dependencia vital de la naturaleza y de la necesidad de un cuidado y promoción recíproco y permanente. Pienso que tal considerando debería ser el aglutinante de todos los elementos éticos, legales, culturales y sociales que conforman el corpus de una constitución política. Se ganaría así la posibilidad de crear, a partir de tal corpus, lineamientos legales y generales, a todo quehacer que atienda a la particular relación existente entre la vida y el bienestar de las personas. Así se abriría y aseguraría el espacio indispensable de acción para el proyecto de una sociedad más humana, justa y sustentable.
Una sociedad más humana, justa y sustentable debe incorporar a la naturaleza y la relación de los humanos con ella como parte del bien común.
Está claro que la naturaleza o biodiversidad tienen un valor intrínseco e inalienable para el bienestar de las sociedades. Es indispensable para su quehacer social, cultural, y sobre todo económico, por cuanto provee directa o indirectamente, todo lo que los humanos precisamos para vivir. Estas cosas y beneficios que obtenemos de la naturaleza se conocen hoy como Servicios Ecosistémicos, los que no son sino un esfuerzo del mundo de la conservación por llevar al lenguaje economicista este componente olvidado del desarrollo. La materialidad en que se generan estos servicios ecosistémicos constituye por sobre muchas otras cosas, el espacio en el que se generan la identidad y también la espiritualidad de las sociedades. Evidentemente esta línea de razonamiento no ha derivado en cambios sustanciales respecto de la valoración de natura, lo que refuerza la necesidad de buscar nuevas formas de conectar el quehacer humano con la misma. El proceso constituyente que ahora enfrentamos, abre esa oportunidad para Chile y el resto del mundo.
Así, no es difícil entender que la biodiversidad de una nación constituye el bien común más relevante y necesario de y para su gente. Es además una pieza esencial y determinante en la creación de soberanía a la que siempre han aspirado las naciones dizque modernas. No obstante, dadas las características ecológico-evolutivas propias de la naturaleza, las que incluyen su estructura y funcionamiento a escala múltiple, su condición sistémica e integrada, ella no es apropiable ni expropiable.
Reconocer la biodiversidad como factor inalienable de la existencia humana implica la protección, restauración y promoción de este bien común.
Es indiscutible entonces que el reconocimiento explícito de la biodiversidad en la carta magna, como factor inalienable de la existencia humana, implica la protección, restauración y promoción de este bien común. Con la consiguiente atención y esfuerzos que ella requiere para asegurar su continuidad en el tiempo. Esto no es más ni menos que el futuro de la Humanidad. Tal atención y esfuerzos se llaman sustentabilidad, y constituye aquella esquiva ilusión, la que a pesar de numerosas declaratorias, ninguna sociedad ha tenido la capacidad de realizar. Hasta ahora.
En los albores de este nuevo siglo, Chile tiene la posibilidad de posicionar el nacimiento de esta nueva Carta Magna en el mar de conocimiento existente en un mundo que literalmente se está cayendo a pedazos. Ello precisa del reconocimiento del carácter relacional del ser humano, lo cual puede constituir el salto inicial capaz de torcer la autodestructiva trayectoria que se ha fijado hasta ahora la humanidad, que deriva de su negación y ceguera histórica de su posición en la trama de la vida terrestre. Por lo demás, la única conocida hasta ahora en el universo cercano.